diumenge, 20 de desembre del 2020

Otra historia de Nochebuena


Fotografía de: https://twitter.com/RAEinforma


  Miraba embelesada las luces de aquella tienda; sus adornos, tan bien dispuestos por alguna mano sensible, le atraían. Todo en esas fechas le hacía sentirse triste aunque intentaba no demostrarlo nunca. Dentro de su corazón albergaba la esperanza de un milagro. Año tras año cuando las fiestas acababan y la magia no había llegado a su vida, intentaba no sentirse defraudada pensando que quizá el siguiente se hiciese realidad.

  Cruzó la calle repleta de gente, personas que la ignoraban, como lo habían hecho siempre desde que tenía uso de razón y acercándose al escaparate, se deleitó viendo aquellos dulces que nunca podría comer. Alzando la vista vio que una niña más o menos de su edad, acompañada por una señora que bien podía ser su madre, reía y disfrutaba mientras iba colocando en una cesta una a una las golosinas que elegía.

  ¡Le hubiese gustado tanto ser aquella chiquilla! En realidad le gustaría ser cualquiera de las que se cruzaban en su camino, con sus ropas sin remiendos, sus zapatos limpios y enfundadas en sus abrigos nuevos. Se resignaba a ser lo que era, no le quedaba otro remedio.

  Tan ensimismada estaba, que poco a poco su cara se pegó al cristal y su nariz aplastada lo llenó de vaho impidiéndole la vista. Se dio cuenta de ello y se apartó un poco, sacó del bolsillo de su raído abrigo su mano derecha, enfundada en un guante de lana que daba la impresión de que algún perro hubiese mordido, por los agujeros que tenía. Con ella limpió el vapor para que sus ojos siguiesen contemplando aquello que añoraba.

  Ese acto hizo que la cría que estaba dentro de la tienda se fijase en ella y aproximándose la miró. No pudo evitar dar un respingo al pensar que quizá recibiera alguna regañina, pero la mirada dulce que se reflejaba en aquel rostro la dejó inmóvil. Nunca nadie la había mirado de esa manera y no se atrevió a alejarse.

  Vio como la niña se acercaba a la que pensaba que era su madre e hizo que la mirase. Ella seguía pegada al suelo, sus pies eran incapaces de moverse y su mente tampoco se lo pedía. No estaba segura de lo que podía ocurrirle, pero por alguna razón, sabía que no sería nada malo.

  La siguió con la vista al ver que cogía entre sus brazos un paquete. Entonces la vio salir del comercio y con paso decidido acercarse a ella mientras, como en un susurro, escuchaba su voz diciéndole:

—Toma, es para ti.

  Seguía sin poder reaccionar y sintiendo en ella la dulzura de aquellos ojos supo que debía de decir algo, pero era incapaz. Alargó los brazos, cogió aquello que le ofrecía, lo escondió como pudo dentro de su abrigo y salió corriendo.

  De repente paró su carrera y volvió la vista, se dio cuenta de que ahora era la chiquilla la que se había quedado sin poder reaccionar por la forma en que ella se había comportado. Volvió sobre sus pasos y se acercó. Quiso abrazarla para darle las gracias, pero estaba segura de que no debía hacerlo, nunca había abrazado a nadie más que a su madre y temía que la rechazase.

  No fue necesario que hiciese nada, pues la niña se acercó a ella, la estrechó entre sus brazos y le estampó un beso en su sucia mejilla. Desde ese momento, supo que por fin el ansiado milagro había llegado a su vida y, ahora sí, feliz como nunca se había sentido, se encaminó a su casa para compartir aquellos dulces con su familia.

  Todo eso lo recordaba Elena esa Nochebuena, veinte años después de aquella que cambió su vida para siempre, pues aquella muchacha y su familia, con su ayuda incondicional, consiguieron que se convirtiese en lo que era en ese momento. Por eso cada vez que cuenta su historia y le preguntan, siempre responde lo mismo:

—Sí, los milagros existen en Navidad, si se cree en ellos.

 

Julita San Frutos

   

 

 




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